sábado, 23 de junio de 2012

Tres coles, tres alcachofas y tres hermosas cebollas.



A veces pienso que todos los escritores = de todos los tiempos = han pasado por Isla Mundo.
Están pasando.
A veces pienso que no tengo que nada ver. Que son sólo páginas, que todo lo que escribo y  todo lo que leo, son sólo páginas, hojas sueltas, páginas y más páginas en los bolsillos de un gigante que camina decidido hacia ninguna parte sin saber el camino de vuelta.


jueves, 14 de junio de 2012

La palabra nueva en IM




Dinero. Negocio. Crisis. Banca. Intereses.

¿Cuál de esas conchas se come?

El mar me arrima ánimos y olores. Las olas azules vienen a mis pies como niños ateridos buscando fuego.

Hoy he aprendido una palabra nueva. Y he estado dándome golpes contra el tronco de una palmera porque era tan bonita que quería olvidarla y así poder aprenderla mañana otra vez.
Ahora me duele la cabeza. Pero no he conseguido olvidar la palabra.
He recurrido a otros métodos menos refinados. La amnesia es uno de mis puntos débiles más fuertes.
Pero no puedo olvidar la palabra.
No puedo olvidar que he venido aquí a escribir.
No puedo olvidar que mañana olvidaré algo importante.

Hoy he aprendido una palabra bonita. Quería borrarla de mi memoria. A golpes, con pastillas, sin dormir.
Tantos, tantas, tanto, que ahora solo recuerdo esa palabra. Y con las demás apenas si me da para seguir.

Hoy he aprend... Hoy...


 Futuro.


jueves, 7 de junio de 2012

Un poco de orgullo y rumbo.


Llego a la isla después de mucho tiempo y la encuentro como a mí me gusta. Abandonada.


Enrique toca la guitarra en el bar de los muertos; lo miro y me vuelve la espalda. Le da un poco de vergüenza estar allí.

Me siento en la barra y espero durante horas que alguien me sirva una copa. Pero no hay nadie detrás de la barra, el camarero está leyendo a Chester Himes en una mecedora desvencijada. Me mira y me dice que me ponga lo que quiera, que invita la casa y las casas no tienen bolsillos. No sé muy bien qué quiere decir con eso. Ni lo que estoy poniendo dentro de mi copa. Todo menos ron. Valiente pirata al que no le gusta el ron.

- Una de piratas… - Me comenta alguien acodado en la barra, un tipo en el que no había reparado, uno que estropea una servilleta envolviendo una y otra vez sus dedos temblorosos. Doblándola por mil partes. Hay gente que convierte sus nervios en movimiento. Y moldean los objetos que caen en sus manos como plastilina neuronal… - Eh, tú, ¿me estás escuchando? ¿Quieres que te cuente una de piratas?


- No le contesto. Este guión sobra. No le contesto. Agito el combinado en mi copa con una pajita de color rosa. Los hielos y el cristal arreglan un poco el color poco apropiado de mi bebida. He puesto de todos menos ron y menta. Lo miro por encima de la tapia que he intentado levantar entre él y yo. Y me temo que será inevitable escuchar su historia. Pienso si debo contestar algo, negar con la cabeza, o irme sin más. - Esta noche no, bucanero. – Niego con la cabeza, he intento marcharme. Pero el borracho me coge del brazo aunque apenas puede apretar. Ignoro si su puño debilitado por el alcoholismo, sus dedos blandos como un guante de látex lleno de ginebra, su escasa fuerza, sus ojos ensangrentados brillando como si sus pupilas hubiesen estallado, la comisura de sus labios emanando lágrimas de palabras farfulladas a nadie. Ignoro cúal es el motivo y por qué: mas siento lástima de un fantasma y me conmuevo; eso que pasa cuando te quedas paralizado y todo se tambalea en tu interior.

- Había una vez… - comienza a hablar y ahora me niego a decir cómo era su aliento porque todos los novelistas malos lo harían. Porque es un recurso barato de esos que escriben con adjetivos cosidos a los sujetos de fábrica. No sé cómo es su aliento. Ni creo que a nadie le importe. Sólo sé que hay algo de verdad haciendo cabriolas en su voz trapajosa. – Había una vez un niño pobre que nació capitán de barco en mitad del desierto. No tenía nada más que su orgullo y un rumbo. Mas era tal su altivez, tal su osadía y tan claras sus ideas, que logró que su padre le regalará un timón que hizo con sus propias manos. Y no paró ahí su obsesión. Pues era tal su empuje que consiguió que su madre también le cosiera unas velas, que sus amigos le fabricasen un barco. Sin detenerse ante nada ni nadie. Así era él, y era tal su carácter que forzó a los ricos y poderosos de varias leguas a la redonda a que le financiaran una pequeña primera expedición. Finalmente, era tal su belleza, tal su hombría, tal su valentía y arrojo que todo el poblado quiso ser su tripulación. Hombres y mujeres querían embarcarse con él, ¡a donde fuese! ¡como fuera! 

Y cuando por fin tenía un timón, velas, barco, empresa y tripulación. Cuando no había marinero en el mundo más apuesto, ni más fuerte, ni más arrogante, ni más honrado que él sujetando firmemente aquella tosca madera que le construyó su progenitor, con sus propias manos y que fue algo más que su primer juguete. Cuando comprobó que todo estaba listo para que su fabulosa embarcación surcara inexpugnables mares, anclara en islas remotas, tierras aún no descubiertas, costas inéditas, paisajes llenos de aventura, de animales exóticos y riquezas… - En este punto, cuando yo ya empiezo a bostezar, el hombrecillo baja la mirada al suelo y por ellos se derraman dos litros de puro alcohol y dolor. O tal vez se haya orinado. Y sigue hablando.

Sólo entonces, – continúa – cuando todo estaba listo para marchar, aquel joven y hermoso marino, bajó la mirada, fija durante años en el infinito horizonte azul, y se dio cuenta de que su cuerpo seguía desnudo, tan desnudo e inocente como el mismo día en que nació. Que no tenía nada  en la vida más que aquel barco que para colmo de desdichas, estaba encallado en mitad del desierto, a miles de kilómetros del puerto más cercano. Fue entonces cuando miró a su familia desolado, que lo despedía desde tierra con los ojos empapados diciéndole adiós con las manos endurecidas de construir quillas y lijar la borda. Fue entonces cuando vio a sus marineros, que permanecían fijos en sus puestos, como estatuas de ilusión prestas a cobrar vida, con las miradas cándidas puestas en los ojos de su patrón, esperando una orden, ilusionados. Fue entonces, y sólo entonces, cuando sintió miedo por primera vez en su vida.  

- Y ahora me vas a decir que el barco al final navegó, ¿verdad, viejo? Se me calienta la bebida. Abrevia.

- … ¿Qué sabrás tú de tomar decisiones? El capitán de las arenas supo que no había marcha atrás, levantó un brazo, ordenó levar anclas, desplegar las velas amarillas como el sol. Convirrtió la hebra de temor que le recorría el espinazo en una mecha que se apagó justo en su boca llena de pólvora y su voz estalló:  ZARPAMOS.  Y el barco, aquel cascarón endeble construido por gente humilde que jamás había visto el mar, milagrosamente zarpó. Comenzó a moverse muy lentamente, aún crujiendo todas sus maderos, aún cimbreando su torpe diseño de mperfecto acabado, arañó las dunas como si fuesen manteca,  y después continúo atravesando el desierto, cada vez más rápido, hasta que llegó al mar y recorrió todos los océanos conocidos y por conocer durante años de gloria y fortuna.
- Bonita historia para que fuese cierta… O quizás me guste más siendo mentira ¿Puedo marcharme ya? Quisiera disfrutar de mi trago en la terraza, a solas si es posible.  

- Es verdad lo que te cuento, muchacho. Hay que pretender algo para ser tan pretensioso.

- Sí, claro. Y esto es un blog. Venga ya, abre paso.

- Tienes que creerme. Has de creerme

- ¿Por qué tendría que hacerlo, viejo chiflado?

- Porque aquel capitán era yo. – Esto tiene gracia. Realmente no me lo esperaba. Está peor de lo que pensaba. No puedo evitar soltar una carcajada. No puedo negar que el tipo tiene arte contando historias; cierta gracia; pero la comparación del protagonista que yo había imaginado escuchándolo contrasta demasiado con el pobre hombre encogido que hay frente sujetándose a la barra para no caerse.

- Y si fuiste todo eso, si surcaste los siete mares, y eras alto, fuerte y guapo. Si lograste hacer que te construyeran un barco y que éste atravesara el desierto sólo con tu voluntad y tu coraje, si te llenaste los bolsillos de tesoros y la boca de épicos viajes ¿Por qué te ves así ahora, carcamal idiota, por qué eres un desgraciado suplicando tragos de prestado y temblando todo el día como una flor que naide riega? – El viejo baja la vista avergonzado. Se mira las manos y los pies. Todo le tiembla. Y por último contesta fijando su mirada en el horizonte infinito de la ventana.

- Porque echo de menos la arena del desierto y tener un hijo al que construirle un timón con mis propias manos. Por eso, joven estúpido.

Y ahora no sé qué hacer. De nuevo me sacuden. Aquí también. Desde luego no voy a desperdiciar la copa. Me la tomo de un solo trago. Entro detrás de la barra y preparo otras dos. Una para el Capitán del Desierto y otra para mí. No es una palmera, pero… Agarró un butacón igual de destrozado que el del tabernero y me siento a su lado. Éste me mira por encima de su ejemplar de “Si grita, déjalo ir” y no me presta más atención. Incluso intuyo que le molesta mi presencia, Rebusco en su revistero algo para leer, hay un viejo periódico del 26 de diciembre 1836, comienzo a leer al azar: YO Y MI CRIADO. El número 24 me es fatal…

Cuando alzo la vista veo al Capitán, que ahora está fabricando dunas con las servilletas. Una sonrisa infantil devuelve la humanidad a su rostro y a mí alma. Mientras no entre el viento pasaremos la noche así, en silencio, los tres; felices en cierto modo; tranquilos; bebiendo; leyendo; soñando.



De fondo Enrique acaricia en su guitarra las notas de La Negra Flor. Me levanto y cierro todas las ventanas.





martes, 24 de abril de 2012

O ALGO ASÍ


Traje de bucear.
1000 metros bajo el mar.
Caída al abismo.
Agujero negro de barro.
10.000 metros bajo el lodo.
Y bajando.
Todo oscuro. Los oídos taponados.
La presión revienta mis órganos vitales.
100.000 metros bajo mi cuerpo.
Lo que queda de mí sigue profundizando.
Visión aniquilada. Ni hay hay azules, ni hay ojos, ni hay nada.
Un millón de metros bajo la vida.
Mi alma sigue descendiendo.
La planta de los pies del corazón.
[ Entiéndase como metáfora; el verdadero corazón estalló como  una bomba silenciosa de sangre y metralla de carne, en medio del agua, big bam rojo, 
muchos, muchos metros atrás. Sin poder aguantar la presión. 

Las plantas del pie del corazón tocan por fin el fondo del mar
Es un suelo resbaladizo; fangoso; blando para que jueguen los niños.
La sensación es agradable. La profundidad insoportable para cualquier atisbo de vida común.
Me zarandeo como un espíritu de algas - algo así- .
Los peces pasan rozando mis sentimientos más sublimes;
y son feos, casi monstruosos. ¿Lo son porque están vivos?
La pregunta me hace hombre, la pregunta se clava en el corcho del anzuelo, apunto estoy de salir a flote.
No quiero.
No puedo.
Soy un alga en el fondo del mar. Hay figuras mitológicas con gafas de sol y coches descapotables.
De paso.
Soy nada en el fondo del mar. Un pequeño movimiento producido por la corriente marina,
una imperceptible agitación en las hojas de mis dedos ---  siempre hojas, siempre mis dedos.
Soy un alga a 100.000 kilómetros de la superficie.
He dejado mi cuerpo colgado en el armario de la profundidad.
He tocado fondo.
He descalzado mi ser.
He mirado hacia abajo.
No veo nada.
No soy nada.
Un alga. Un alga pequeñita golpeada por toda la furia del mar. Y sin embargo, a salvo.
O algo así.


    

lunes, 9 de abril de 2012

Adivina con quién me encontré



En ocasiones, el oleaje deja varadas en la arena de la playa criaturas exóticas; fuera de toda realidad. 
Seres legendarios que en los lugares más recónditos se encuentran y se reconocen.  Como planetas fuera de su esfera, como órbitas que no se deberían cruzar. Ojos azules de hada, y alas batiéndose fuera de la red. El centauro parece un hombre detrás de la valla, a veces lo llaman Hipólito.
Si por medio del azar hay un espejo y una poetisa polaca; la casualidad deberá ser doble, triple, y hasta óctuple. Calidoscópica, al fin. 

Te dejas las barba hasta las rodillas. Y te sientas a mirar al mar.
Mientras tu otro yo juega con cámaras y luces a ser cosas distintas; haciendo alambres por la realidad, mordiendo en equilibrio la barra de un bar, caminando con las eses en las uves, defendido en las bes, las erres y las aes.
Y tu yo verdadero no se mueve ni un ápice, ni deja tu pupila verdadera de clavarse imantada al horizonte (y te hablan, y te hablan...); quieta, detenida, raptada, secuestrada por la belleza de un punto: de un solo punto incierto de la lejanía. Allá donde las miradas perdidas se cruzan dedicándose a coser el cielo y la tierra, con puntadas pequeñas, con hilos de vida / retales de eternidad. Qué tontería tan grande, un retal de eternidad. Qué estupidez.

Te dejas caer sentado en la arena. Y abres las piernas, los brazos y los pies. Y te ríes. Porque nadie te ve caerte de culo. Y te ríes hondo más de tu propia torpeza, de la torpeza de ser un hombre en este mundo. De la continúa equivocación que supone el sentir. De la infinita necedad de tratar de comprender, ¿por qué el cancrejo es naranja, por qué quema la arena, por qué brilla la sal, por qué con diez dedos queremos contar más de diez, por qué con un solo corazón queremos bombear el valle entero?
Te ríes, casi llorando, de lo lejos que estás (y te hablan, y te hablan...) y lo pronto que llegas a ese lugar dónde está todo el mundo. Donde está todo el mundo sin estar.
Y entonces la risa se convierte en carcajada porque te das cuenta de que todo el mundo se deja crecer la barba y se sienta a mirar al mar. Y espera, y sigue esperando siendo otro (al que le hablas, y le hablas...), a que llegue el momento de levantarse y echar de una puñetera vez a andar.

Y un domingo cualquiera, mientras afeitas tus barbas,  

... el azar te mira profundamente a los ojos.* 

Y te quedas con las ganas de darle las gracias por haberte presentado a Wislawa Szymborska *. Y de decir que no sabías que tenía los ojos azules; los ojos tan azules de hada.