viernes, 22 de abril de 2011

Desoriente


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Ojalá que queden libros  a los que quitar el polvo.

Suena tenue el rumor del mar. Es una mañana tranquila y los árboles, con sus delgadas sombras, lamen las heridas que la lluvia ha dejado en la tierra. Hay hojas mojadas enredadas frescas en mis pies desnudos, y sangre. Hay una extraña calma que congela el paisaje destrozado, es la fotografía de la tempestad que la brisa y la sal están revelando hoy ante mis ojos rasgados. Y hay piedras donde antes había casas, y hay mar donde antes había gente, y hay tejados donde nadaban los peces. Y ácido, ácido y mascarillas en todas partes.

Estoy fuera de Isla Mundo y tengo un círculo rojo rajado en el pecho.

La tierra no siempre pare ratones. A veces son sólo dientes. No todas las islas son invulnerables, o ninguna lo es. El temblor en las manos frías de una madre recogiendo a su hijo de entre los escombros podría derruir diez mundos como éste. Pero no siempre es así, no siempre lo vemos. Hay que ponerle nombre a las escalas, y caras al dolor. Así funciona. No existe lo que no es 2, ni 1, ni 0. No duele lo que no es tú y yo.

Camino entre las ruinas con los suecos de madera en la mano. Ni reconozco, ni me reconozco. Soy cualquiera de los que buscan igual que yo, uno de esos que andan  a mi lado, desorientados, cualquiera de los que con los brazos en cruz, y las manos abiertas, tratan de recolectar respuestas en las redes invisibles que tejen sus dedos crispados. Mala pesca en el mar de la devastación.